En las enseñanzas de Cristo, una de las frases más poderosas es “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16). Esta advertencia no solo se aplica a las personas, sino también a las comunidades y, en nuestro caso, a la Iglesia. Sin embargo, hoy en día es inevitable notar ciertas similitudes entre lo que ocurre dentro de las iglesias y las mismas prácticas que una vez criticamos en el mundo.
La Influencia del Mundo en la Iglesia
En muchas iglesias contemporáneas, parece que se ha perdido el enfoque en la santidad y la diferencia con el mundo. Esto es evidente en la forma en que algunas congregaciones adoptan modas, comportamientos y actitudes que reflejan más la cultura secular que los valores bíblicos. Ya sea en la búsqueda de popularidad a través de la música, la puesta en escena o incluso en la manera de predicar, parece que se ha priorizado el atractivo sobre la verdad.
¿Por Qué Debemos Ser Diferentes?
Jesús nos llamó a ser la luz del mundo y la sal de la tierra (Mateo 5:13-14). Estos elementos son valiosos precisamente porque son distintos a su entorno. Si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada? Si la luz se esconde bajo un almud, ¿cómo alumbrará? El propósito de la Iglesia es ser diferente, un faro en medio de la oscuridad, no un espejo que refleja los valores del mundo.
Los Frutos que Delatan
El Apóstol Pablo nos advierte en Gálatas 5:19-23 sobre las obras de la carne y los frutos del Espíritu. Cuando observamos comportamientos como la envidia, la rivalidad, la inmoralidad y el materialismo dentro de nuestras iglesias, es hora de cuestionarnos. ¿Estos frutos reflejan el carácter de Cristo o el del mundo? La respuesta es evidente, y no puede ser ignorada.
El Llamado a la Santidad
Dios nos llama a ser santos, como Él es santo (1 Pedro 1:16). Esto significa que debemos vivir de una manera que refleje Su pureza y justicia, evitando conformarnos a los patrones del mundo (Romanos 12:2). La Iglesia debe ser un lugar de transformación, donde los corazones se conviertan, no un espacio donde el pecado se justifique o se pase por alto.
Es vital que la Iglesia recupere su identidad como un cuerpo separado del mundo, comprometido con la verdad y la justicia de Dios. Si vemos que nuestras iglesias empiezan a parecerse demasiado al mundo, debemos preguntarnos si estamos perdiendo nuestra esencia. Recordemos que al final, “por sus frutos los conoceréis”, y que esos frutos deben ser dignos de Aquel que nos llamó de la oscuridad a Su luz admirable.